RECURSOS LITERARIOS







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Ramón Amaya Amador, aunque lo caracterizaba una gran bondad y un extremado afecto por los niños. Para ser maestro de escuela, sobre todo en aquellos tiempos, le faltaba la autodisciplina que permite mantener conforme al espíritu pueblerino, virtud muy alejada de su carácter y temperamento. 

La vocación de Amaya Amador -lo hemos dicho ya- era la pedagogía de las letras. Por eso abandonó el aula y, mientras le era posible dedicarse por entero a ese magisterio, no menos difícil y elevado que el otro, tuvo que trabajar de cualquier cosa en los campos bananeros, principal-mente en Palo Verde y Coyoles Central. Uno de esos trabajos fue el de regador de veneno, quizá el más duro y menos remunerado que entonces podía realizar-se en el infierno de las bananeras.


El señor Martín Samayoa, quien después de haber derrochado el dinero que le dio la compañía por su terreno, buscaba la ayuda de Míster Still para que le diera un trabajo de capataz, pero éste lo despreció y lo mandó a buscar trabajo de peón. Desalentado por el desaire y sin dinero, Samayoa tuvo la suerte de conocer al campeño Máximo Luján, quien lo llevó a vivir a su casa, un lugar miserable en el que vivía hacinado con otros trabajadores de la bananera y le consiguió trabajo como regador de veneno.


Estanio Párraga era el abogado que había engañado a Luncho López. Sierra y Cantillano terminan pidiendo trabajo de peones en la compañía, como ya le había tocado a Martín Samayoa.

El viejo Lucio Pardo, como venganza de la muerte de Luján, a quien le tenía aprecio como si fuera un hijo, hace volcar el motocarro en el que se conducían un jefe gringo: Míster Foxer; dos capataces: Encarnación Benítez y Carlos Palomo; y el coronel que mató a Luján. Todos ellos mueren en el accidente. Los jefes gringos quieren dar un castigo ejemplar, y por medio de torturas pretende hacer confesar a Lucio y sus amigos sin lograrlo.

La discusión de la obra se acaloraba al hablar los tres terratenientes al unísono. Las enronquecidas voces golpeaban con rudeza, apagando el eco metálico de las máquinas de escribir en que trabajaban varios empleados en las oficinas contiguas.

— eres un terco, López! ¿Qué te cuesta vender?

- ¡Bah, mis tierras son mis tierras! —afirmó el de más edad. —Tu finca no vale ni cinco mil pesos...

— iCho, carajo! ¡Vos no sabes ni valorar, Cantillano! -No se producen en ellas los bananos...

— ¡Mentís, Lupe Sierra!

-Vendé, López; es un bien para vos.

Déjate de sentimentalismos y ton teorías; ya no eres un niño. Comprende que se trata de un negocio ventajoso para ti. Sabes bien que he sido tu amigo desde hace mucho tiempo y que siempre te he sabido aconsejar. Vende tus propiedades por lo que la Compañía te ofrece; es un buen precio. Con ese dinero te puedes ir a la ciudad tranquilamente a pasar tus últimos días, o bien, si es que no quieres separarte de los montes estas son las palabras de Luncho López, se les decía a sus amigos.

Míster Still cerró las puertas y tomó asiento al lado del abogado, quien, debido al calor y a su obesa contextura, se había despojado de la leva de casimir, corrido el nudo de la corbata y abierto el cuello de la camisa; con fruición de fumador, encendió un largo habano y viendo que míster Still se llevaba un cigarrillo a la boca, presto le dio lumbre con su dorado encendedor.


De la vecindad llegaban ruidos metálicos y de motores: numerosos obreros trabajaban en un taller mecánico y más lejos zumbaba el motor de una bomba.

Después que murió máximo lujan nadie sabe dónde quedó el cuerpo; solamente lo metieron en un hoyo y sobre él sembraron una mata de banano; mas, ya eso no importa a ninguno.

Ahora han comprendido que lo mataron no sólo por huelguista en aquel día trágico, sino porque él llevaba la verdad y la luz al cerebro y corazón de los proletarios. Y eso no convenía a los explotadores. Por ello lo fusilaron en plena plantación. Y los campeños de los nuevos tiempos demuestran a los amos y a sus testaferros que, perpetrado aquel sacrificio y tantos otros después, no lograron mantener en ignorancia y sumisión perpetuas a los trabajadores del banano.

Por estos se conoce que Ramón Amaya Amado siempre llevaba la verdad y la luz al cerebro y corazón.

La prisión verde no es sólo oscuridad. Máximo encendió en ella el primer hachón revolucionario. Otros cientos de hermanos se aprestan a mantenerlo enhiesto.

¿Triunfarán algún día los campeños?

¡Su propia voz contestará en las luchas del futuro!


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